Es la cancha en la que todo cuenta; acertar o errar, cada punto, a favor o en contra; la presión no para hasta estrechar la mano del rival.
Es el diálogo interno constante; es la batalla eterna contra los propios fantasmas; es el análisis incesante; es la toma de decisiones bajo presión; es la resistencia para salvar la voluntad y convertirse en un competidor auténtico; es el domador del autocontrol; es el deporte blanco.
Lucha física, lucha emocional, lucha mental; es enfrentar al rival y, al mismo tiempo, verse frente a frente con uno mismo. De principio a fin, el deporte que se lee; el juego que se descifra; el resultado que se interpreta; el tenis…
Lejos de casa. 36 semanas al año. Cuando todavía no termina un torneo, el sorteo para el siguiente ya se realizó. La presión no cesa. Difícilmente se pueden conocer los lugares que se visitan. La rutina es siempre la misma.
No se permiten distracciones. Cada día, a lo largo y ancho de esas 36 semanas, se debe mantener un nivel de enfoque y concentración que permita el máximo rendimiento físico, mental y emocional.
Preparación de partidos. Competencia al más alto nivel. Entrenamiento en cancha. Preparación física. Rutina de gimnasio. Dieta establecida. Sesiones de recuperación. Contacto con la prensa. Compromisos con los patrocinadores.
El calendario está tan saturado, y es tan exigente, que no hay tiempo para festejar la victoria ni para lamentar la derrota. Los momentos de reflexión se limitan a los trayectos de viaje.
Las experiencias se acumulan; el cansancio, también. Los músculos se sobrecargan, la cabeza se agota, el sentimiento de lejanía invade. En los tiempos libres, una película, un libro, una llamada a casa.
Entrenamiento excesivo, competencia desmesurada, desgaste extremo. De pronto, el agotamiento se apodera del cuerpo; la presión y la exigencia sobrepasan la capacidad de adaptación del jugador. Se debe volver, cuanto antes, al estado de concentración y enfoque que permita el máximo rendimiento físico, mental y emocional.
Así es la vida del tenista; fue mi vida, ésa que sacó lo mejor de mí y que forjó gran parte de lo que hoy llevo por dentro.
En 1996, pisé por primera vez la cancha que me invitó a anhelar; golpeé por primera vez la pelota que me incitó a intentar; sostuve por primera vez la raqueta que me acompañó a soñar.
Nunca olvidaré aquel día: con ocho años, me paseaba con precaución por la cancha, como si no quisiera apoyarme para no lastimarla; mis ojos brillaban; sin duda, sonreía. Las palpitaciones en mi pecho se aceleraban con cada paso que daba. De pronto, lo sentí, y sin decir una palabra, supe que había encontrado mi lugar, mi motivo, mi camino…
No recuerdo un solo día en el que, al terminar un entrenamiento o concluir un partido, no volteara hacia atrás a ver la cancha, a jurarle con la mirada que mañana volvería de nuevo.
El tiempo pasaba. Mi ilusión crecía. Los objetivos poco a poco se alcanzaban. Sin importar quién creyera, quién hablara o quién callara, cuando tomaba mi raqueta todo desaparecía; mi convicción se fortalecía.
Voltear a la tribuna en un cambio de lado durante un partido apretado y cruzar miradas con mi mamá, quien fue incondicional, incansable y esencial para que yo pudiera luchar por mi sueño, y llegar tan lejos como pude. Hacer una llamada después de una terrible derrota y escuchar del otro lado de la bocina a mi papá, tal vez no del todo convencido de la profesión que elegí ejercer, pero siempre dispuesto a apoyarme para ir a buscar una nueva oportunidad la semana siguiente, en el próximo torneo.
Compartir mi sueño en silencio, pero muy de cerca, todos los días, con mi hermano quien, como músico, ya luchaba por el suyo, y lo defendía con el mismo coraje y determinación que yo.
Ver mi nombre figurar en el ranking de la WTA…
Durante 14 años, cada vez que tuve la oportunidad de entrar a una cancha de tenis, dejé en ella una parte de mí, de mi alma y de mi corazón. Nunca imaginé que el día de partir llegaría de una manera tan abrupta, tan violenta, tan injusta… El 13 de septiembre de 2009, una lesión arrebató mi sueño, despedazó mi esfuerzo, se apoderó de mis posibilidades, y pretendió determinar mi futuro.
Las lamentaciones de estar lejos de una cancha de tenis dejaron de ocupar mi mente muy pronto. La verdadera pregunta que me atormentaba, día y noche, era: ¿seré capaz de volver a caminar?
24 cirugías, siete años sin poder apoyar la pierna izquierda y una incertidumbre apabullante, acompañaron los últimos ocho años de mi vida. Al principio, estuvieron llenos de preguntas sin respuesta, de cuestionamientos sin sentido. Después, llegó el momento de plantear pequeños objetivos, acordes a mi nueva realidad, que inyectaran algún sentido a mis días.
Hoy, habiendo recuperado la salud y contando con una estabilidad que me permite mirar hacia atrás con un poco más de tranquilidad, finalmente, soy capaz de compartir mi sentir, mi experiencia, un pedacito de la historia que ha contribuido, también, a forjar gran parte de lo que hoy llevo por dentro.
Como cada 13 de septiembre, hoy se remueven, nuevamente, las fibras más sensibles de mi cuerpo, de mi alma y de mi corazón. Duele, duele tanto como aquel lejano día en 2009.
La lucha por los sueños está rodeada de factores externos que son imposibles de controlar y que, efectivamente, inciden en el resultado final. Algunas veces, para bien; otras, para marcar el principio del desastre.
Todo deseo parte de la imaginación; es aspiracional. Pero hay una diferencia sustancial entre desear y soñar: el que desea, sólo imagina; el que sueña, trabaja. Al soñar, nos comprometemos a entregar lo mejor de nosotros mismos a lo largo de un camino incierto, en el que no conocemos el resultado final.
Asimilar y digerir todo lo que representa la frustración de un sueño no cumplido, a pesar de haberlo dado todo y más, es un trabajo continuo, es un trabajo constante, es un trabajo de todos los días que trae consigo grandes lecciones.
Cuando existe pasión, compromiso, determinación y disciplina a lo largo de la búsqueda del sueño elegido, todo lo que se entrega de manera incondicional en el camino, trasciende. Sí, es posible llevarlo a otro nivel, trasladarlo a las diferentes áreas de la vida, convertirlo en herramientas que inviten a fortalecerse, a seguir creyendo, a continuar buscando, a permanecer intentando, a insistir luchando…
Sin temor a equivocarme, con cada una de mis fibras sensibles, lo confirmo: vale la pena soñar y atreverse a luchar por un sueño hasta agotar la última de las posibilidades.
Finalmente, la verdadera recompensa del soñador, será la ilusión de volver a soñar.
* Apareció originalmente en: http://www.taratara.com.mx/fibras-sensibles.html
Nota del Editor: Les comento que tuve la rara oportunidad de compartir en diferentes momentos del tiempo la verídica e interesante historia de vida de Mary Fer, tanto en sus momentos más felices en el complicado deporte del tenis, como en su larga, dolorosa y lenta convalecencia, al ser ella una de mis más brillantes alumnas mientras estudiaba con todo tipo de obstáculos. Pero con continua enjundia y pasión, terminó su carrera profesional en la Universidad. ¡Felicidades Mary Fer!
Reeditado y reimpreso con autorización de mi gran amiga y exalumna: Mary Fer Riveroll.